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No hay flores en Estambul.

  • Writer: LA OTRA PIEDRA
    LA OTRA PIEDRA
  • Mar 19, 2020
  • 8 min read

Updated: Mar 24, 2020

Por Camilo Landestoy


Cuando asistí el pasado 3 de noviembre a la Sala Cristóbal de Llerena De Casa de Teatro en la Zona Colonial, para ver el monólogo teatral No hay flores en Estambul, nunca había visto o escuchado acerca de la película sobre la cual está inspirado. El filme,Expreso de medianoche del aclamado guionista Oliver Stone Dirigido por Alan Parker, fue nominado a mejor película en los Premios de la Academia y llegó a los cines originalmente en 1978. Cuenta la famosa historia de Billy Hayes, un joven estadounidense que fue detenido en 1970 por posesión de hachís en el aeropuerto de Estambul, Turquía, y condenado a 30 años de prisión por tráfico de drogas. 


Aunque este texto no pretende dedicar muchas más líneas al estudio profundo del filme, considero necesario traerlo a colación -especialmente cuando tomamos en cuenta lo determinante que resultó ser para el dramaturgo de la obra teatral- quien tomó la película como principal inspiración y punto de partida de uno de los ejercicios intertextuales más elaborado y mejor logrado que he tenido el gusto de presenciar en los últimos años.Con el propósito de ilustrar brevemente la intrincada relación dialógica entre obras artísticas que este montaje representa, sólo tomemos en cuenta lo siguiente: esta es una obra de teatro, producto del impacto que una película de Hollywood, basada en un libro -que a su vez fue basado en hechos reales-causó en un joven artista. 


Sin embargo, para mí lo más impresionante no son los muchos niveles de intertextualidad que se ponen de manifiesto en esta obra, sino que a su vez asistimos a una rigurosa deconstrucción de las historias de ficción creadas alrededor del suceso real que aconteció. De esta manera, el autor retira el velo del artificio que está presente tanto en el cine como en el teatro y nos presenta el mito, para luego desmitificar; apelando así a que nosotros, los espectadores, tomemos partido ante las historias que se nos presentan a diario y tantas veces damos como ciertas e irrefutables. 


La obra narra, a rasgos generales, los mismos hechos que narra la película. No obstante, no es la única historia que nos cuenta. Somos, además, testigos del testimonio de un actor y dramaturgo que con emotiva honestidad rinde homenaje (y ejecuta sentencia) a una vivencia artística que lo marcó de por vida; buscando dar sentido, en el proceso, a su casi irracional afición por la película. 


En este punto, creo ya pertinente e impostergable mencionar los talentos involucrados en esta producción teatral. El autor y actor de No hay flores en Estambul es Iván Solarich, un teatrista uruguayo que goza de respeto en su país por su larga trayectoria y que, interesantemente, es dirigido en esta ocasión por su propio hijo, Mariano Solarich. Quiero resaltar que dicha relación padre-hijo no es solo un dato curioso, sino que también reproduce temáticamente la relación entre el protagonista de la historia, Billy Hayes, y su padre; relación que resultará luego de importante peso dramático en la trama. 


La premisa detrás del espectáculo es la idea de que “existen historias que merecen ser contadas”. Con esta frase nos recibe desde el público Iván Solarich al iniciar la función, y por lo menos en mi caso la oración revolotea en mi cabeza a lo largo de la hora y quince minutos de duración del espectáculo. Esto se debió a que, en inicios, pese a reconocerme disfrutando la cuidada ejecución interpretativa del actor y apreciando la coherencia y claridad de la puesta en escena presentada por el director, no podía evitar batallar internamente con las siguientes inquietudes: ¿por qué se hace necesario en estos tiempos contar esta historia en específico, especialmente cuando ya tenemos un bestseller al respecto y una película galardonada internacionalmente? ¿existe una necesidad imperiosa de revisitar un suceso tan extensamente documentado por el simple hecho de volver a contar la historia?


Por supuesto que para entonces no había atinado a comprender el motivo ulterior del montaje. Por tanto, resultó ser una gratificante e inspiradora experiencia, descubrir paulatinamente que el propósito final de la obra no era en absoluto volver a contar la historia del libro o la película en formato teatral. Inteligentemente, este dúo de creadores nos revela poco a poco su verdadera intención: separar la realidad de la ficción, y a través de un elegante juego de interacción entre escenas filmográficas y escenas teatrales, enterarnos de las incongruencias entre una y otra. Es así, como descubrimos nuevas lecturas de los hechos que minutos antes probablemente habíamos tomado como verdad absoluta. Para los minutos de cierre de la obra, la sensación de haber desenmascarado una gran mentira sobre la forma en que se representó a la nación de Turquía en el filme me acercaba, aunque fuera por unos minutos, al entendimiento pleno de la condición humana. Sin darme cuenta retornaba a aquella frase del inicio: “Existen historias que merecen ser contadas”, sólo que esta vez recobrada para mí un nuevo y elevado sentido. 


Dada la relevancia que el arte cinematográfico tuvo en la concepción de este espectáculo, resaltó la integración orgánica y bien lograda de tal recurso en la puesta. Pasajes de la película, una y otra vez, intervenía la escena hasta el punto de, en una ocasión, el actor retirarse del escenario para sumarse al público como espectador de la película. Cada vez que esto sucedía, dotaba a la historia de nuevas capas de sentido que, acompañadas por el comentario llano y preciso del actor, devengaba en un excelente ejemplo de distanciamiento actoral.


No hay flores en Estambul es sin lugar a dudas un teatro de autor. Un ejercicio creativo muy íntimo y para nada conformista que no persigue alinearse con los presupuestos del teatro de masas. Al contrario, busca desesperadamente crear un espacio seguro de discusión entre el artista y los espectadores.Creo que se regodea de su condición de teatro independiente, lleva de estandarte la filosofía del Teatro Pobre (el actor por encima de la puesta en escena) propugnada por paradigmas del teatro europeo como lo es Jerzy Grotowski.(ABUNDAR Y DISCUTIR)En este sentido, el escenario se muestra básicamente desnudo, desprovisto de decorado en el sentido convencional del término.Tan solo tres focos colocados directamente en el escenario, dos o tres atriles para micrófonos, una silla de madera y una ponchera grande de aluminio están dispuestos en el escenario. Por lo demás, algunos elementos menores de utilería se encuentran a la mano para el actor, quien luego los usará para hacer cambios de personajes. 


En una escena en la que todo está al descubierto, vimos desenvolverse con notable seguridad al actor Iván Solarich, quien interpreta a través del montaje a más de una docena de personajes: a Billy Hayes, a su padre, a Max y a Jimmy, compañeros de la cárcel, a su novia Susan, al condenado turco Rifki, a un cónsul americano, a Nety el abogado, al cojo Amed, al jefe de prisión Hamidou; e incluso a Oliver Stone y a Brad Davis, guionista y protagonista de Expreso de medianoche respectivamente, y por último, a sí mismo como actor. Aunque la naturaleza del montaje y las interacciones fugaces de la mayoría de estos personajes no permite una caracterización profunda de los mismos, es obvio que tampoco esto era una prioridad del director o del intérprete. El propósito de la obra no es ese, y los personajes generalmente son marcados por un rasgo específico o tono de voz utilizado, que facilita su fácil reconocimiento. 


Ese principio de simpleza efectiva se repite en el juego de luces, que ayuda acentuar momentos de alta intensidad o un estado de ánimo en particular. Destaca el uso del azul para simbolizar la soledad de la noche en prisión, atmósfera en la cual Billy planea su fuga; y el rojo para momentos de alta tensión o peligro, como cuando atraparon a Billy con la droga en el aeropuerto. Se mantiene conmigo, la poderosa imagen de la luz del proyector y los créditos finales de la película bañando el cuerpo del actor a medida que él va introduciéndonos en la historia. Es uno de los muchos momentos de exquisita efectividad que podemos disfrutar en una obra como ésta, donde la teatralidad no se debe a la espectacularidad rimbombante ni al exceso, sino al uso comedido de los recursos necesarios en el momento justo. 


Por su parte, la vestimenta del actor es cotidiana y presenta pocas alteraciones en el transcurso del montaje. Al parecer se busca la emulación del vestuario icónico de Billy Hayes (un t-shirt blanco, jeans gastados y una chaqueta verde). Cabe mencionar la utilización de un saco oscuro para representar al guionista Oliver Stone en una conferencia a la que asistió años después de haber estrenado el filme. Asimismo, aunque desprovisto de maquillaje, el actor hace empleo de una gestualidad profusa pero natural, apoyándose de ciertos ademanes o posturas para representar un personaje u otro.


Salvo escasos momentos, en los cuales el volumen de la música incidental me pareció tan alto que me impedía entender con claridad el discurso del actor, noté una óptima utilización del recurso sonoro, empleando en gran parte música proveniente de la película. El uso repetido de algunos motivos musicales inducía fácilmente al espectador en la atmósfera deseada por el director, y en más de una ocasión logró emocionarnos. Mariano Solarich, aunque joven y siendo este su primer montaje teatral propiamente dicho, exhibe un entendimiento claro del lenguaje teatral, y ayudado por el dominio escénico y vasta experiencia de su padre en las tablas, alcanza niveles de calidad envidiables para un director debutante.(UNA ESCUELA DE CRITICA SOLIDA, DEBIERA ESTABLECER CÁNONES DE CRITICA COMPARTIDOS Y DEFENDIDOS POR SUS PROTAGONISTAS, SOBRE LOS CUALES ESTABLECER CRITERIOS DE CALIDAD ESCÉNICA. COMO POR EJEMPLO PODRÍA SER LA EFICACIA EN LAS INTENCIONES DE IMPACTO A PARTIR DE LOS RECURSOS UTILIZADOS).


Este monólogo dramático logra un buen balance rítmico entre escenas de mucha calma, pero tensión contenida, y otros que vacilan entre lo restringido y la histeria. Todo esto culmina en un vehículo de excelente proyección del talento de Iván Solarich, así como del estado del teatro independiente en Uruguay. Aunque es evidente un fino trabajo de parte de la dirección para articular de manera propicia esta historia, sin depender en una indeseada cantidad del filme original, debo admitir que en una primera mirada hay una importante cantidad de detalles y minucias de la trama que intuyo son más digeribles si se conoce la película con antelación. Esto no quiere decir que la obra amerita una vista previa de la película para ser apreciada; ¡nada más lejos de la realidad!, este espectáculo descansa sobre sus propios méritos como práctica teatral y no cae en la odiosa trama de ser un ejercicio meramente derivativo de la fuente original.


Puedo decir con certeza que éste es un espectáculo que habita astutamente entre el plano teatral y el cinematográfico. Es justo ahí donde reside su originalidad e importancia como hecho teatral. Para ser una obra que, en sus primeros cinco minutos, en esencia me arruinó el final de una película que seguramente querré ver en el futuro, resultó ser una experiencia sumamente edificante y memorable. Antes de ver No hay flores en Estambul, nunca había escuchado acerca de Expreso de medianoche… ahora, no puedo esperar por ver la película; y esto es, quizás, lo mejor que puedo decir al respecto.

CAMILO LANDESTOY

Dominicano. Estudiante de Tesis de la Licenciatura de Historia y Crítica del Arte en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Actor y productor egresado en el 2013 de la Escuela Nacional de Arte Dramático de Bellas Artes. Inicia su carrera profesional con el grupo independiente Machepa Teatro y la obra Dadidá, bajo la dirección de Hamlet Bodden. Más tarde, forma parte del elenco del espectáculo Yelidá, dirección de Radhamés Polanco; y en el 2014 participa en la Bienal de Teatro Dominicano con la obra El cepillo de dientes.


Trabaja durante un año con el Teatro Rodante Dominicano bajo la dirección de Carlota Carretero, actuando en obras como Escalera para Electra y Un café frio en la calle El Conde. A partir del 2015, funge como asistente de producción y dirección en exitosas producciones nacionales, como A 2.50 el Cuba Libre de Juancito Rodríguez, Hasta el abismo de Isabel Spencer y El último instante de Guillermo Cordero, El hijo de puta del sombrero y El amor en los tiempos del Zika de Raúl Méndez.


En el 2016 participa como actor en la obra de micro teatro Desconocidos, conocidos y viceversa… del grupo Otro Teatro y Jejeje: cuando la risa es poesía, bajo la dirección del laureado director dominicano Haffe Serulle. Durante el 2017, realiza una gira nacional con el Teatro Rodante Dominicano, interpretando el papel de Juan Pablo Duarte en la obra de Duarte: fundador de una república, escrita por Franklin Domínguez y dirigida por Carlota Carretero.


Recientemente, en el 2018, estrenó Hashtag, bajo la dirección de Hamlet Bodden, y debutó como director con Cada oveja con su pareja, producción de Luis José Germán. En el 2019, formó parte del elenco de La casa de Bernarda Alba, dirigido por Indiana Brito, y coprodujo la obra Cenicienta es Ella, en la que interpretó el papel del Hermanastro; además participando con dicha producción en el 6to Festival Nacional de Teatro Santo Domingo 2019.


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